Los domingos de Tahití by Georges Simenon

Los domingos de Tahití by Georges Simenon

autor:Georges Simenon [Simenon, Georges]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Policial, Intriga
editor: ePubLibre
publicado: 1938-06-07T16:00:00+00:00


CAPÍTULO SEXTO

AGUSTÍN Godard bajó los ojos, ahogó una sonrisa que pugnaba por salirle a los labios y declaró:

—¡Ya lo encontré, señor gobernador!

—¿Dónde está?

—A doscientos metros escasos de la cascada de Papeari… Andábamos buscándolo por los alrededores de Punaauia, donde el muchacho fue visto por última vez, y había recorrido más de veinte kilómetros, probablemente de noche. ¿Vamos a buscarlo?

—¡De ninguna manera! ¿Sabe usted algo más? ¿Cómo es?

—Como nada… No me han dicho que tuviera algo especial.

—Diga usted a Rafael que venga a verme, por favor.

Eran aproximadamente las cuatro de la tarde, hora en que el calor cedía un poco. También era el momento en que el ardor de Tahití comenzaba a volverse rojo. Una corneta sonó en el cuartel Rafael atravesó con la cabeza descubierta los jardines que lo separaban del despacho del gobernador.

—Entre usted. Rafaelillo. Siéntese. Voy a encargarle de una misión algo especial…

A las siete de la tarde, Rafael daba sus instrucciones al chino del Relais des Méridiens.

—Dos botellas, ¿sabes? Una de tinto y otra de blanco. Pon a cocer la pierna de carnero en seguida.

Jo empujó la puerta. A esa hora solía meter las narices aquí y allá, con la esperanza de una diversión para la noche.

—¿Cómo estás? —le preguntó Rafael—. A propósito, ¿qué haces mañana?

—¿Yo? Nada.

—¿Quieres venir conmigo a la cascada?

—¡Y yo con él! —gritó desde su rincón Tamatea.

De tal suerte que por la mañana, cuando apenas comenzaba el mercado, el viejo coche de Rafael se detenía frente al Relais des Méridiens. El mar y el cielo eran de la misma seda tensa e invisible. Las piraguas, en el lagón, navegaban literalmente por el espacio, sin reflejo alguno. La tierra del camino, que acababa de ser regada, era de un rojo más obscuro, y los ruidos llegaban de muy lejos, de tan lejos que la gente habría podido hablarse de un pueblo al otro.

Rafael entró en una habitación y dio una palmada en el hombro de Tamatea, que dormía de bruces.

—¡Muévete!

—¿Ha llegado Jo?

—No te preocupes por él. Lo recogeremos al pasar.

Rafael le alargó un vestido de algodón azul y le tiró a través de la habitación un par de alpargatas.

—Tomarás un baño por el camino… ¡Venga!

La maleta trasera de su coche había sido transformada en nevera y en ella colocó las botellas, la pierna de camero y un pollo asado. El motor se puso en marcha nuevamente cuando Jo llegó a su vez y tomó asiento en el auto.

Pronto estuvieron en la carretera, atravesaron la primera aldea y dejaron atrás un carricoche de chinos.

—Me has prometido que tomaría un baño —dijo Tamatea, que iba sola en el fondo del coche.

—Lo tomarás en la cascada.

Y eso fue todo. No hablaron más. El paisaje iba discurriendo insensiblemente, siempre con el fondo irisado del lagón y la franja de cocoteros, un oscuro y tupido verdor a la izquierda, un tejado rojo, la aguja de una iglesia grande como un juguete, una muchacha en bicicleta, un indígena bajo su enorme sombrero y, de vez en cuando, algunos cerditos jugando en un umbral, como cachorrillos.



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